lunes, 23 de noviembre de 2015

Decisiones


Un día un empleado encontró a su jefe, una persona de éxito que había construido una gran empresa de la nada. El empleado le preguntó:
- ¿Cómo ha logrado tener tanto éxito?
- Lo resumo en dos palabras – dijo el jefe - Buenas decisiones.
El empleado no se conformó con una respuesta tan vaga así que le preguntó de nuevo, dispuesto a desvelar el secreto:
- ¿Y cómo ha sabido tomar las decisiones correctas?
- Lo resumo en una palabra: Experiencia.
El empleado no dio su brazo a torcer y volvió a preguntar:
- ¿Cómo ha podido alcanzar esa experiencia?
En ese punto el jefe sonrió y le dijo – Lo puedo resumir en dos palabras: Malas decisiones.

Quien nunca se ha equivocado que tire la primera piedra. Cuando miramos atrás y escudriñamos nuestro pasado, es prácticamente imposible no encontrar una mala decisión. De hecho, es muy fácil dejarse llevar por el primer impulso y tomar una decisión errónea o simplemente dejar que los demás decidan por nosotros. Y es que las malas decisiones forman parte del proceso de la vida e incluso hasta nos acercan a nuestra meta pues nos ayudan a comprender cuál es el camino que debemos seguir, aunque sea por un proceso de exclusión.

Sin embargo, este es un discurso meramente racional. La verdad es que cuando las malas decisiones rompen el velo del pasado y nos atacan sin contemplación, las emociones toman el mando y llega la fase de “resaca”. Es ese momento en el que nos arrepentimos de lo que hicimos, nos sentimos culpables y nos angustiamos. Si no somos capaces de pasar página y nos quedamos rumiando continuamente esas malas decisiones, corremos el riesgo de caer en el inmovilismo y de sufrir inútilmente, lamentándonos por algo que no podemos cambiar.

¿Qué hacer?

1. Maneja la avalancha emocional. Cuando te das cuenta de que has tomado una mala decisión y esta ha tenido consecuencias importantes en tu vida o en la vida de los demás, es normal que te sientas mal. Puedes experimentar diferentes emociones, desde la ira hasta la tristeza. Sin embargo, torturarte o culparte es tan inútil como una danza india para llamar la lluvia. No intentes esconder esas emociones pero no las alimentes con pensamientos recriminatorios. Simplemente no dejes que tomen el mando y nublen tu razón. Para lograrlo, imagina que eres un observador externo que mira dentro de ti. Descubre las emociones que estás experimentando, ponles un nombre y no tengas miedo a vivenciarlas. Si no te resistes y las miras incluso con un poco de curiosidad, verás que poco a poco su efecto negativo irá difuminándose.

2. Detén las voces ajenas que escuchas en tu mente. Cuando tomamos una mala decisión y nos percatamos de ello, inmediatamente se activa un pensamiento interior recriminatorio. Esa voz interior es la que azuza las emociones y las intensifica, es la que te hace sentir aún peor. Sin embargo, lo más curioso es que a menudo esa voz interior no es nuestra, es la voz de alguien que hemos asumido como propia y que nos castiga agazapada en algún lugar de nuestro pasado. Por tanto, no detengas ese pensamiento interior, al contrario, dale rienda suelta y escucha lo que dice. En cierto punto del discurso es probable que descubras alguna frase que no es tuya sino que pertenece a otra persona, que pueden ser tus padres, un maestro del colegio o incluso una expareja. Cuando desenmascares a esa voz interior ajena que intenta hacerte sentir mal, inmediatamente perderá su fuerza.

3. Valora el alcance de los daños. Una vez que hayas logrado cierto equilibrio emocional, ha llegado el momento de pensar en frío. Valora hasta qué punto esa mala decisión ha causado daños. ¿Las consecuencias son tan terribles como parecen o estás exagerando? En la situación en la que te encontrabas y con el conocimiento y la experiencia que tenías, ¿podías haber tomado otra decisión? ¿Hasta qué punto eres realmente responsable de los daños? Vale aclarar que no se trata de escapar de tus responsabilidades pero a menudo exageramos las consecuencias de nuestras acciones solo porque nos sentimos mal con ellas. A veces pensamos que tenemos el control de todo y que la responsabilidad es solo nuestra cuando en realidad no es así. Por eso, cuando se trata de asimilar malas decisiones, siempre es importante mirarlas en perspectiva para poder darles la importancia que realmente tienen, ni más ni menos.

4. Aprende del error. Una mala decisión solo es realmente mala si no aprendes de ella. Por tanto, analiza qué pasos te llevaron hasta ese punto. ¿Te dejaste influenciar por factores externos? ¿No tenías la experiencia suficiente? ¿Te apresuraste demasiado al tomar la decisión? ¿Te dejaste llevar por tus emociones o por tu instinto y este te jugó una mala pasada? ¿Tenías miedo y dejaste que los demás decidiesen en tu lugar? Este ejercicio no tiene la finalidad de culparte sino de detectar los errores para evitar que en un futuro puedas volver a cometerlos. Por tanto, recuerda que la sinceridad es clave y que no valen los mecanismos de autosabotaje. Recuerda que el verdadero error no es la mala decisión sino no sacar un aprendizaje.

5. Repara y sigue adelante. Si puedes reparar algunos de los daños causados, hazlo. Piensa si hay algo que puedas hacer para modificar lo que ha pasado y sus consecuencias. A veces no es posible deshacer el error pero una disculpa puede ser suficiente para que las heridas comiencen a cicatrizar. En otras ocasiones, esa mala decisión se ha convertido en una bola de nieve que continúa causando problemas a su paso. Si es así, piensa en los efectos negativos actuales y en cómo ponerle límites. Si no puedes reparar el daño, no te ahogues en la frustración, sigue adelante. Perdonarse a uno mismo es probablemente el paso más complicado pero es imprescindible para que te puedas liberar de ese fardo de culpabilidad. Los errores no te hacen más débil, al contrario, te convierten en una persona más resiliente pero solo si eres capaz de sobreponerte a su impacto y continuar adelante. Rescata lo bueno, atesora el aprendizaje, y pasa página.



Psicologia/Jennifer Delgado

La taza de porcelana



Aquella señora quedó maravillada al examinar una preciosa y fina taza en la tienda de antigüedades.
- Nunca había visto algo tan exquisito - exclamó la dama - esta taza es una verdadera joya –dijo.
- Usted no sabe todo lo que he pasado –, le habló la taza, para su gran sorpresa –. Hubo una vez en que yo simplemente era un trozo de barro. Mi maestro me recogió del suelo con una pala y me colocó en un torno de rueda horizontal y me dio vueltas y vueltas y más vueltas, mientras me daba forma con sus manos. Yo gritaba que parara, y el repetía:
- Todavía no…
- Luego me metió en un horno. Nunca sentí tanto calor. Grité y quise salir pronto de ahí, pero el maestro seguía repitiendo:
- Todavía no…
- Finalmente abrió la puerta y me sacó para enfriarme un poco. Entonces tomó brochas y pinceles, y empezó a pintarme. Los olores de la pintura me asfixiaban. A mis quejas el maestro sólo atinaba a decir:
- Todavía no…
- Para colmo, me metió de nuevo en el horno, ahora mucho más caliente que antes. Supliqué, lloré, di patadas, refunfuñé…pero la única respuesta que obtuve fue:
- Todavía no…
- Cuando pensaba que ya no había ninguna esperanza de parar esas torturas, el maestro me sacó del horno y me puso frente a un espejo.
No es posible - dije al verme reflejada en el espejo - esa no puedo ser yo. ¡Es una bella taza! ¡Soy una bella taza! ¡Soy una obra de arte! Y el maestro me contestó de la siguiente manera:
- "Quiero que recuerdes esto: sé que te dolió cuando te saqué del suelo con la pala, que te mareaste en el torno, que sufriste un horrible calor en el horno, que te asfixiabas con el olor a pintura y que casi te achicharraste en el segundo horno. Pero si no hubieras pasado por todo eso, todavía no serías más que un trozo de barro. Ahora en cambio, eres una hermosa taza de porcelana”.
Desconozco el autor


Cada uno de nosotros somos como esa taza de porcelana. Una obra de arte. Pero a veces nosotros sólo vemos el barro. Necesitamos que la vida nos ponga a prueba y nos moldee para descubrir el tesoro que llevamos dentro.

¡Gracias Julio César Valdés Arrastia!

sábado, 21 de noviembre de 2015

Cualidad de cualidades: la ecuanimidad

La palabra “ecuanimidad” insume dos términos que ya son muy orientativos: equilibrio y alma. La ecuanimidad es, pues, ánimo equilibrado, ánimo estable y constante, ánimo no sometido a grandes fluctuaciones que van desde una desmesurada euforia hasta el abatimiento o depresión. 



Todos los sabios, tanto de Oriente como de Occidente, la han considerado una cualidad de cualidades. En un destacado texto de yoga, el Yoga Vashishtha, puede leerse: “La ecuanimidad es como la ambrosía, de un sabor sumamente agradable”.

Cuando algo es irreparable o irreversible, si uno se niega a aceptarlo y quiere descartarlo, se hace mucho daño a sí mismo y desperdicia sus mejores energías. No se trata de resignación fatalista, sino de aceptar los hechos incontrovertibles, aquello que es insoslayable. Por eso el gran sabio Santideva declaraba: “Si algo tiene remedio, lo remedias y no te preocupes; si no tiene remedio, lo aceptas y no te preocupes”.
La persona ecuánime pone todas las condiciones para propiciar lo más favorable e idóneo, pero cuando viene lo desfavorable y no puede evitarlo, lo acepta sin generar mayor tensión, sin torturarse y sin malgastar sus mejores energías. Se trata de la aceptación consciente de lo inevitable. Incluso aprende a fortalecerse con aquello de ingrato que no puede evitar y convierte los enemigos en aliados.

Hay un adagio que reza: “Vienen los vientos del Este; vienen los vientos del Oeste”. La persona ecuánime prefiere lo agradable pero cuando surge lo desagradable, mantiene su ánimo presto y sereno y no añade sufrimiento al sufrimiento ni se atormenta. Sabe que todo no puede controlarlo y que lo hay que aprender es a controlar la actitud serena ante lo desagradable y los inconvenientes inevitables. Es una persona ecuánime la que mantiene la mente firme ante lo grato e ingrato, la ganancia y la pérdida, el triunfo y la derrota, la amistad y la enemistad, el amor y el desamor, el encuentro y el desencuentro.

Como todo es mudable y cambia, a pesar de ello mantiene su equilibrio mental; como todo es transitorio y la vida está colmada de vicisitudes (alternancias) y todo está sometido a la ley de las dualidades (halago-insulto, etcétera), mantiene su ánimo armónico a pesar de todo ello. Pero la ecuanimidad nunca es desinterés, impasibilidad, indiferencia o apatía, bien al contrario. La persona ecuánime vive todo intensamente, pero no se aferra al disfrute ni crea odio ante lo desagradable, sabiendo que porque hay un lado hay el otro.

Aprender a soltar

La ecuanimidad reporta calma, vitalidad, equilibrada sensibilidad y acción correcta. La persona se libera de reacciones desmesuradas y también de desorbitadas tendencias de apego y aborrecimiento.
La ecuanimidad hay que trabajarla mediante la práctica de la meditación y el discernimiento correcto. ¿De dónde surge? De la visión clara y penetrativa, o sea de la lucidez. Cuando uno tiene un entendimiento correcto y comprende profundamente que todo está sometido a la impermanencia, brota una actitud de mayor calma y ecuanimidad. La persona aprende a vivirlo todo intensamente pero sin tanto afán de posesión, sabiendo que todo, dentro y fuera de uno, es transitorio y que hay que aprender a soltar, como incluso tendremos que soltar algún día nuestro cuerpo.

Los yoguis, desde hace milenios, han valorado siempre extraodinariamente la ecuanimidad. Todas las técnicas del yoga, incluso las del hatha-yoga, ayudan a desarrollar esta actitud de equilibrio tan provechosa para la vida cotidiana, donde todo resulta contingente. El yoga, con razón, siempre ha sido asociado a las cualidades de sosiego, equilibrio, paz interior, lucidez y, por tanto, genuina ecuanimidad. El verdadero yogui, libre de las redes de la ignorancia, ve las cosas como son y mantiene su centro aunque todo a su alrededor sea un tornado.

Ramiro Calle