miércoles, 18 de octubre de 2017

Hay tres puertas que te llevarán hacia la felicidad o hacia el sufrimiento


En cualquier momento de tu vida, especialmente cuando te enfrentes con pruebas que parecen ir más allá de tu capacidad, recuerda que puedes confiar en tu verdadero ser, en tu esencia. Hay un refugio donde encontrar paz, pero no está fuera de ti, sino en tu interior.
Hay en nosotros 3 “puertas”: el cuerpo, el habla y la mente. Todas pueden crear dolor y eso es lo que nos causa sufrimiento. Pero sucede así porque no las usamos para entrar, sino para salir, para perdernos, para desconectarnos.
Cuando encuentres dificultades, cierra los ojos un momento, lleva la atención hacia el interior. Siente la quietud de tu cuerpo. Existe entonces la posibilidad de encontrar un espacio ilimitado dentro de ti. Podemos llamarlo “madre”, “la esencia”, “lo divino”,… No importa: está ahí, y cuando lo descubres es como cuando un niño anda perdido y de pronto se encuentra a su madre. Como alguien que se ha perdido a sí mismo y se vuelve a encontrar. Es una vuelta al hogar. En ese momento, cualquier problema se resuelve si confías plenamente, si descansas en ese espacio donde encuentras libertad interior. Se trata de un lugar con infinitas posibilidades.
La 2ª “puerta” es la palabra, el habla. Tenemos muchos pensamientos, que son como voces vibrando en nuestra cabeza y que nos dicen lo que tenemos que hacer. Pero, a menos que esas voces se callen, no puedes sentir verdadera conexión contigo mismo y escuchar el silencio interior. Normalmente oímos el ruido de los pensamientos, discutimos o negociamos con ellos. Nuestra atención está en esas voces que nos impiden sentir el silencio. Pero podemos aprender a escuchar y oír el silencio. Cuando lo descubres, sientes paz, creatividad. Puedes entonces escuchar voces interiores de sabiduría.
Un buen consejo para eso sería: no confíes en los pensamientos, confía en el silencio. Se han hecho estudios acerca de cómo se toman mejores decisiones: hablando y comentando a fondo o permaneciendo abiertos a las intuiciones. La conclusión es que en última instancia las intuiciones resultan más efectivas. En el silencio hay más mensajes que en las voces del pensamiento. Pero tienes que aprender a escuchar tu propio silencio.
Decimos que la tercera puerta es la mente. Pero para el budismo, la mente está en el corazón, no como órgano material sino como centro de consciencia. Según los físicos, el universo es prácticamente un espacio vacío. También en nuestro corazón hay un espacio ilimitado. Poniendo atención en el corazón puedes descubrir ese espacio que es la fuente que da nacimiento a todo.
Por eso, la medicina que recomiendo consta de 3 remedios: la píldora blanca de la quietud, la roja del silencio y la azul de la espaciosidad. Cuando te tomas estas 3 pildoras encuentras lo que llamamos “refugio interior”, te sientes protegido y guiado, y encuentras soluciones. Y esto sirve para cualquier persona, porque ese espacio no es budista sino universal.

Tenzin Wangyal
http://planosinfin.com

martes, 17 de octubre de 2017

Empatía: ¿qué caracteriza a las personas que la poseen?


La empatía es un arte, una capacidad excepcional programada genéticamente en nuestro cerebro con la que sintonizar con los sentimientos e intenciones de los demás. Sin embargo, y aquí llega el problema, no todos logran “encender” esta linterna que ilumina el proceso de construcción de las relaciones más sólidas y enriquecedoras.
Algo que escuchamos con frecuencia es aquello de que “tal persona no tiene empatía”, “que aquella otra es una egoísta y que carece por completo de ella”. Bien, algo que es importante aclarar desde un principio es que nuestro cerebro dispone de una arquitectura muy afinada mediante la que favorecer esa “conexión”. La empatía, al fin y al cabo, es una estrategia más con la que mediar en la supervivencia de nuestra especie: nos permite entender a la persona que tenemos delante y nos facilita la posibilidad de establecer una relación profunda con ella.
Tenemos dos oídos y una boca: es para escuchar el doble de lo que hablamos.
                                                                          Epícteto

Esa estructura cerebral donde la neurociencia ha situado nuestra empatía está en el  giro supramarginal derecho, un punto situado justo entre el lóbulo parietal, el temporal y el frontal. Gracias a la actividad de estas neuronas logramos separar nuestro mundo emocional y nuestras cogniciones para ser más receptivos en un momento dado, hacia las de los demás. 
Ahora bien, aclarado este dato, la siguiente pregunta sería, entonces… ¿si todos disponemos de esta estructura cerebral, por qué hay personas más o menos empáticas e incluso quienes presentan una ausencia total y absoluta de ella? Sabemos, por ejemplo, que el trastorno antisocial de la personalidad tiene como principal característica esa falta de conexión emocional con los demás. Sin embargo, dejando a un lado el aspecto clínico o psicopatológico son muchas las personas que simplemente, no llegan a desarrollar esta habilidad.
Las experiencias tempranas, los modelos educativos o incluso el contexto social, hace que esta maravillosa facultad se debilite a favor de un egocentrismo social muy marcado. Tanto es así, que tal y como nos revela un estudio llevado a cabo en la Universidad de Michigan, los universitarios de hoy en día son hasta un 40% menos empáticos que los estudiantes de los años 80 y 90.
La vida actual tiene ya tantos estímulos y tantos distractores para muchos jóvenes y no tan jóvenes, que dejamos de ser plenamente conscientes del momento presente e incluso de la persona que tenemos ante nosotros. Los hay que están más sintonizados a sus dispositivos electrónicos que a los sentimientos de los demás, y eso, es un problema sobre el cual deberíamos reflexionar.
Para profundizar un poco más en el tema, te proponemos a continuación conocer qué rasgos definen a las personas que sí disponen de una autoestima auténtica, útil y esencial con la que establecer relaciones saludables y un adecuado desarrollo social.

La empatía útil Vs la empatía proyectada

Una aspecto básico que conviene aclarar desde un principio es qué entendemos por empatía útil, porque aunque nos sorprenda, no basta  simplemente “con tener empatía” para construir relaciones sólidas o para mostrar eficacia emocional en nuestras interacciones cotidianas.
El regalo más preciado que podemos dar a otros es nuestra presencia. Cuando nuestra atención plena abraza a los que amamos, florecen como flores.
                                                          Thich Nhat Hanh
Para entenderlo te pondremos un sencillo ejemplo. María acaba de llegar a casa cansada, agotada de mente y molesta. Acaba de tener una discusión con sus padres. Cuando Roberto, su pareja, la ve, lee de inmediato en su expresión y en su tono de voz que algo no va bien, interpreta su malestar emocional y en lugar de generar una respuesta o una conducta adecuada, opta por aplicar la empatía proyectada, es decir, amplifica aún más esa negatividad con frases como “ya vienes otra vez enfadada, es que te coges las cosas a la tremenda, siempre te pasa lo mismo, mira qué cara llevas…”.
No hay duda de que muchas personas son hábiles a la hora de empatizar emocional y cognitivamente con los demás (sienten y entienden qué ocurre), sin embargo en lugar de mediar en la canalización y en la adecuada gestión de ese malestar, lo intensifican.
La persona hábil en empatía, por tanto, es aquella capaz de ponerse en los zapatosajenos sabiendo en todo momento cómo acompañar en ese proceso sin dañar y sin actuar como un espejo donde se amplifique el dolor. Porque a veces no es suficiente con comprender, hay que saber ACTUAR.

La auténtica empatía deja a un lado los juicios

Nuestros juicios diluyen nuestra capacidad de acercamiento real hacia los demás. Nos sitúan en un bando, en un lado del cristal, en una perspectiva muy reducida: la nuestra. Cabe decir, además, que no resulta precisamente fácil escuchar a alguien sin emitir juicios internos, sin poner una etiqueta, sin valorar a esa persona como hábil, torpe, fuerte, despistada, madura o inmadura.
Todos lo hacemos en mayor o menor grado, sin embargo, si fuéramos capaces de despojarnos de ese traje, veríamos a las personas de una forma más auténtica, empatizaríamos mucho mejor y captaríamos con más precisión la emoción del otro.
Es algo que deberíamos practicar a diario. Una habilidad que según varios estudios suele llegar a medida que nos hacemos mayores, puesto que la empatía, así como la capacidad de escuchar sin juzgar, es más común a media que acumulamos experiencias.

Las personas con empatía disponen de una buena conciencia emocional

La empatía forma parte indispensable de la Inteligencia Emocional. Sabemos que este enfoque, esta ciencia o área tan exitosa de la psicología y el crecimiento personal está de moda, pero… ¿Hemos aprendido de verdad a ser buenos gestores de nuestro mundo emocional?
  • La verdad es que no mucho. En la actualidad, seguimos viendo muchas personas que manejan a la ligera y con supuesta eficacia términos como la autorregulación, la resilencia, la proactividad, la asertividad… Sin embargo, carecen de un auténtico inventario emocional y siguen dejándose llevar por la ira, la rabia o la frustración como lo haría un niño de 4 años.
  • Otros en cambio, piensan que ser “empático” es sinónimo de sufrimiento, como un contagio emocional donde sentir lo que otro sienten para experimentar el mismo dolor ajeno como una suerte de mimetismo del malestar.
No es lo adecuado. Debemos entender que la empatía sana, útil y constructiva parte de esa persona que es capaz de gestionar sus propias emociones, que dispone de una autoestima fuerte, que sabe poner límites y que a su vez, es hábil a la hora de acompañar emocional y cognitivamente a los demás.

La empatía y el compromiso social

La neurociencia y la psicología moderna definen la empatía como el pegamento social que mantiene unidas a las personas y que a su vez, genera un compromiso real y fuerte entre nosotros.
Si no tienes empatía y relaciones personales efectivas, no importa lo inteligente que seas, no vas a llegar muy lejos.
                                                         Daniel Goleman 
Por curioso que parezca, en el reino animal el concepto de empatía está muy presente por una razón muy concreta que hemos señalado al inicio: la supervivencia de la especie. Algo así genera que muchos animales y diversas especies muestren comportamientos de cooperación donde atrás queda la clásica idea de la “supervivencia del más fuerte”. Un ejemplo de ello lo podemos ver en ciertas ballenas, capaces de atacar a las orcas para defender a las focas.
Sin embargo, entre nosotros predomina en muchos casos el efecto inverso, a saber, la necesidad de imponernos los unos sobre otros, de buscarnos enemigos, de alzar fronteras, de crear muros, de invisibilizar personas o incluso de atacar al más débil solo por ser débil o ser diferente (pensemos en los casos de bullying).
Por su parte, las personas que se caracterizan por una auténtica empatía creen en el compromiso social. Porque la supervivencia no es un negocio ni debe entender de políticas, de intereses o de egoísmos. Sobrevivir no es solo permitir que nuestro corazón bombee, es disponer de dignidad, de respeto, es sentirnos valorados, libres y parte de un todo donde todos somos valiosos.
Esa es pues la auténtica empatía: ponernos en el lugar del otro para facilitar a la vez una convivencia llena de armonía. Trabajemos en ello cada día.

Psicología/Valeria Sabater
https://lamenteesmaravillosa.com

Referencias bibliográficas
-Luis Moya (2013) “Empatía, entenderla para entender a los demás”. A Coruña: Plataforma Actual
-Frans de Waal (2009) “The Age of Empathy: Nature’s Lessons for a Kinder Society”  New York: Three Rivers Press

lunes, 16 de octubre de 2017

El espejo y tú



En mi opinión, mirarse con los ojos abiertos en un espejo es más duro que mirarse con los ojos cerrados en el interior. En este segundo caso, parece que la ausencia innegable e inevitable de unos ojos penetrantes que te indagan desde el espejo, silenciosa pero sólidamente, hace un poco más sencilla la situación. 

En cambio, cuando te miras en el espejo y te mira esa figura que es exactamente igual que tú pero plana, igual que tú en cuanto a que no puede disimular su tristeza, con la misma mirada producto del desasosiego de no saber pero al mismo tiempo con una pregunta sin definir, una pregunta que todavía se está construyendo relacionada con “¿Quién soy yo?”, “¿Quién es ese del espejo?”, “¿Qué estoy haciendo con mi vida?”, “¿Qué me pasa?”, “¿Qué inquietud es esta que me agobia y me altera y me provoca una sensación de desubicación?”.

Me armo de valor y miro a la cara al del espejo. “No sé quién eres”, me dice. “Yo tampoco lo sé”, le digo.

“¿Qué quieres?”, pregunta. “No lo sé”, le tengo que decir.

“¿Qué te pasa?”, inquiere. “Ya me gustaría saberlo”, tengo que reconocer frente a él y frente a mí.

“¿Qué haces mirándome?”, interroga. “No lo sé”, repito. En realidad tengo ganas de huir, de borrarme, de deshacerme de esta mente inquisidora que no me permite eludir mi estado interior y me lo pone enfrente continuamente.

Observo que el del espejo se atreve a hacerme las preguntas que yo evito, y me las hace directamente, sin pensar en mi miedo, sin respetar esta cobardía en la que me refugio cuando se trata de investigarme o de pretender conocerme.

Tengo tanto miedo a lo que pueda encontrarme… y tengo tanto miedo a qué me puede pasar si reconozco que tengo errores y motivos de arrepentimiento y grandes vacíos y más dudas y mi pobreza espiritual y mi incapacidad para afrontar los asuntos que tengo pendientes de resolver y esta indefensión ante la vida y estos sueños desmoronados y esta lágrima que siempre está preparada para salir y esas noches preñadas de dudas…

Así estoy siendo yo la mayoría del tiempo, y por eso es que me cuesta responder con una sonrisa a la mirada seria que me reta, y me cuesta encontrar razones para convencerle de que abandone esa inquisición, eso que siento como un acoso continuado. 

Bastante débil soy yo como para tener que aguantar también mi propia enemistad, pero esa seriedad no me invita a una reconciliación. No veo colaboración por su parte, ni una apertura de brazos que me acoja a pesar de mi humanidad –iba a escribir “debilidad”, pero me di cuenta a tiempo y no lo hice-, ni una sonrisita que me transmita perdón o, cuanto menos, comprensión.

Esto de mirarse al espejo para conocerse es el ejercicio más duro que conozco. Bueno, es peor aún mirarse y no encontrar una sonrisa enfrente, como es mi caso.

El del espejo me vuelve a preguntar, aunque yo no le quiera escuchar y, aún menos, responder. Me pregunta sin una pregunta concreta. Es como que quiere hacer que me sienta culpable con solo mirarme. Y lo logra. No necesita acusarme: ya tengo que saber yo todos los motivos por los que podría acusarme.

A pesar de todo, persisto en volver a mirarle a los ojos. Yo trato de quitarle dureza a mi mirada con la esperanza de que él también lo haga. Deseo poderlo conseguir, porque mi voluntad es la de llegar a una reconciliación, a un hermanamiento, y no voy a dejar de intentarlo.

Sé que me quiero aunque no me lo demuestre.

Sé que esto de “me quiero” es el lema que ha de resistir y no abandonarme. Y yo no abandonarlo.

Por encima de todo, de mis propios altibajos, de mis auto-enfados, de mi tremenda exigencia y mi dificultad para perdonarme, por encima de todo ello está mi propio amor que intuyo –aunque no veo-, está un cuidador poco activo –porque no le dejo cuidarme-, está la intuición de que dentro de mí se encuentra quien yo quisiera encontrar.

Dentro de mí, estoy YO.

 Y con ese YO me quiero encontrar.

¿Y tú?, ¿qué ves cuando te miras al espejo?

Te dejo con tus reflexiones…



Francisco de Sales
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